EL ENCUENTRO
La observación cercana de lo que pasa entre la seda y el vestido, entre los pliegues y adornos del traje de luces y el bombeo irregular de la sangre que produce la naturaleza, y que mueve al torrero en el control de sus actos, es un despliegue de formas y movimientos en cuyo control y magisterio emerge la figura del torero. Maestro del combate ante las sombras, gladiador voluntario en el albero de la tradición que conmemora el espíritu de un pueblo. Espíritu que radica en lo mejor y en lo peor de ciertos aspectos culturales, y, por tanto, heredados, pero que han sido capaces de crear nuestra historia. Nuestra cultura. La nuestra. Igual que las procesiones, aunque no tengamos fe, igual que las guerras o las monarquías, aunque nadie tome partido, igual que el fútbol, aunque no nos guste. Pues todo ello es nuestra cultura. Y nuestra historia. Una historia llena de anécdotas épicas, únicas, movidas por el miedo o el valor. La épica desatada del hombre ante sus conmociones. Mundo interior de espasmos y explosiones, que ha llevado a sus contenedores a un despliegue de alardes emocionales difíciles de superar.
LA ACCIÓN
Los peores argumentos en la actuación de un torero, delante de un toro imprevisible y problemático (generador de problemas), son, el enfado, la furia o el desahogo visceral. Argumentos por otra parte lógicos ante el estrés que provoca una situación imprevisible (a la que no se ve fácil solución). Por otra parte, para un torero, lo imprevisible, debe de ser la otra cara de la moneda con la que sale al albero cada tarde.
La confrontación, la lidia en el ruedo, radica en la furia y el ímpetu del toro al romperse en el control y la suavidad del oficiante de la fiesta. Parar, templar y mandar. Los tres mandamientos, sin excusa.
El torero debe intentar ser un ilusionista que siempre haga aparecer la cara brillante de la moneda, sin que se vea el truco, el engaño. Pues tal es el oficio. Un juego de luces y sombras. Un espectáculo sin trampa ni cartón. Una ceremonia de la ilusión. Y un ilusionista, cuando lo hace bien, hace magia. Debe de hacerla. Es lo que se espera de un mago. Es lo que espera el público.
Estas explosiones cuando surgen, sirven para liberar la atención de los espectadores en la plaza. Sin embargo, en ese punto, en el momento de la acción taurina, es donde la calidad y la cualidad del torero no puede permitirse esos arrebatos. El estatus del torero es el de estar en su sitio. El saber estar en la arena por encima de la capacidad crítica de la plaza y los espectadores. La arena es el altar, y el torero el oficiante. Este no puede permitirse el ignorar el misterio. Ni estar en un mal papel.